Me concede una entrevista un amigo de letras, infatigable viajero y escritor. Asiduo además de asomarse en La Gonzo Magazine, así que quizá algunas y algunos ya le conozcáis. En esta ocasión le pregunto por su última novela, La colina del Telégrafo (Distrito 93). Os dejo a continuación la entrevista agradecido por vuestros comentarios.
P.: Sin duda alguna, hay un marcado componente de crítica social hacia la guerra, asoma el conflicto del Golfo Pérsico, aunque sobre todo señala a los efectos de la guerra de Vietnam. Dado que has visitado los EUA en varias ocasiones, háblanos de qué queda de aquel conflicto entre la ciudadanía civil y los veteranos.
R.: Han pasado muchos años, como te digo, de la finalización de la guerra de Vietnam, pero las heridas siguen abiertas. El relativo prestigio que se había ganado Estados Unidos al entrar en la Segunda Guerra Mundial y derrotar a la Alemania hitleriana, salta por los aires en cuanto se mete en ese avispero de Extremo Oriente. La sociedad norteamericana, más en aquella época en la que la novela está ambientada, tenía las cicatrices de esa guerra impopular que perdieron muy a flor de piel. Los veteranos de la guerra regresaron con la cabeza baja, como suele suceder con los derrotados, y muchos sufrieron el llamado shock postraumático motivado por las barbaridades que se cometieron en el conflicto bélico. El índice de suicidios y de asesinatos creció de forma considerable en un país muy dividido cuya sociedad civil había luchado en las calles para que finalizara esa guerra y los soldados regresaran a casa. Aún hoy en día, cuando viajo a los Estados Unidos, encuentro bastantes vagabundos, envueltos en sus banderas, que han estado en ese conflicto, muchos de ellos en sillas de ruedas a consecuencia de las heridas recibidas en el frente. Entre los veteranos de esa guerra es fácil encontrarte con los que se avergüenzan de haber participado en ella o los que se sienten orgullosos de sus hazañas, que son los menos, y alardean de sus condecoraciones. En esa guerra, la sociedad norteamericana perdió la inocencia. Luego vinieron muchas otras, dado el carácter intervencionista de esa potencia que es imperialista. La primera guerra de Irak, la operación Tormenta del Desierto a la que se hace referencia en La colina del Telégrafo.
P.: Creo que el fenómeno de los serial killers está más arraigado en países como los EUA. En España no son tan habituales, afortunadamente. ¿A qué crees que es debido su proliferación y en qué medida pueden tener su origen en la educación y/o la crisis de valores humanos de la sociedad?
R.: Como bien dices, ese tipo de delincuencia tan aterradora no existe en España o es muy residual. Para encontrar un verdadero asesino en serie, como los que proliferan en la sociedad norteamericana, habría que retroceder a mediados del siglo pasado, a El Arriopero, que tenía graves problemas psiquiátricos. Tampoco se dan en Francia, ni en Italia, ni en Alemania, pero sí en Estados Unidos, y eso que en muchos estados aún persiste la pena de muerte. Esos psicópatas que asesinan por el placer de matar, que sienten una especial excitación al hacerlo y de la forma más truculenta posible, son producto de una serie de traumas, muchos de ellos en la infancia, o de otros adquiridos, por ejemplo en la guerra de Vietnam o en guerras posteriores a las que han ido a luchar y a matar. La capacidad letal del ejército norteamericano no es nada desdeñable. Quien mata en una guerra fácilmente puede seguir haciéndolo cuando se reintegra a la sociedad civil porque durante el conflicto armado ha liberado el instinto homicida que forma parte de nuestro ADN. En Estados Unidos, además, es fácil ser asesino en serie por la facilidad de acceso a las armas de guerra que ya vemos las masacres que generan en los colegios, institutos o universidades. La violencia está muy instaurada en la sociedad norteamericana y casi te diría que es un valor. Lo vemos hasta en la comedias norteamericanas en las que casi siempre a alguien se le escapa un puñetazo. No hace muchos meses murió en prisión Samuel Little, que se vanagloriaba de haber asesinado con sus manos a noventa mujeres, casi todas prostitutas, pero el récord lo tiene Richard Kuklinski, un sicario de la mafia que se vanaglorió de haber liquidado a más de cien personas. Uno se pregunta sobre la efectividad de la policía norteamericana incapaz de poner freno a la carrera criminal de estos dos monstruos, por ejemplo.
P.: El crimen evoluciona, también la ciencia aplicada a la investigación policial. Lo digo porque leemos en esta novela acerca de un programa llamado Berta. Evoqué a otra Berta, la gran Berta de la I Guerra Mundial, en las antípodas una de otra. No lejos de SF, ARPANET se conectó a los ordenadores de cuatro universidades de la Costa Oeste: el embrión del actual internet… Lo que hubiera facilitado nuestro internet al detective Walker su investigación. ¿No te parece?
R.: Sí, por supuesto. Podíamos decir que es una novela policial histórica, porque está ambientada en un pretérito lejano en donde no existía Internet, Google, CSI, ni los teléfonos móviles, y se fumaba en todas partes. Quise ser fiel a esa época, que fue, como ya dije con anterioridad, en la que viajé a San Francisco, una de las ciudades de Estados Unidos más europeas y abiertas, junto a Nueva York. Tampoco estaban muy desarrolladas las pruebas de ADN, no eran fiables al cien por cien, y los métodos de investigación eran rudimentarios si los comparamos con los actuales. Me gusta que la pareja de policías que llevan a cabo las pesquisas para detener al culpable de los asesinatos se equivoquen una y otra vez, que suele suceder con frecuencia, hasta que reciben un soplo que les abre los ojos, cosa que sucede hasta en nuestros días. Ahora mucha información viene por Internet, pero también por el boca oreja y esta suele ser la más efectiva.
P.: El sádico asesino que coprotagoniza, si me lo permites, esta novela tiene en vilo a la comunidad vietnamita de SF. Más allá del tema de la guerra del Vietnam, de los efectos colaterales de quienes regresaron a casa, me gustaría preguntarte por esa frase tan manida de que la historia la escriben los vencedores. En el caso concreto de esa contienda ¿quién la escribió realmente? ¿Cómo nos la han contado los perdedores y qué hubiera pasado si la balanza se hubiera inclinado al bando opuesto?
R.: Buena pregunta. Estados Unidos no estaba para perder ninguna guerra. Después las ha perdido todas, aunque haya machacado territorios con sus alfombras de bombas. Irak fue un desastre en donde alimentaron el nacimiento del Estado Islámico después de destruir el país de arriba a abajo; de Afganistán han salido con el rabo entre piernas. Admitir aquella derrota, la de Vietnam, fue durísimo para el país en general. Los veteranos de la guerra regresaban casi clandestinamente, como apestados, precisamente por no haber ganado el conflicto. Ese sentimiento de culpa y la vergüenza que arrostraban también fue la causa de muchos traumas entre los excombatientes. Pero una de las grandes virtudes de la sociedad norteamericana es su espíritu autocrítico y eso se ha notado sobre todo en el cine. La derrota norteamericana en Vietnam ha dado buenísimas películas de guerra, obras maestras como Apocalipse now, La chaqueta metálica, Platoon, Nacido el 4 de julio o El cazador, claramente antibelicistas, centrándose en los efectos devastadores que tuvo con los que fueron a luchar en ese infierno. También hay que destacar el fortísimo movimiento contestatario de la juventud norteamericana, que coincidió con el Mayo de 68 en Europa y la eclosión del movimiento hippie, una protesta global que, unida a las cuantiosas víctimas mortales norteamericanas, sesenta mil, aceleró la retirada.
P.: Más que preguntarte por los personajes femeninos de la trama en La colina del Telégrafo, te preguntaría por el decisivo rol de las mujeres en la independencia y en la guerra de Vietnam. Creo que de alguna forma hay un estrecho vínculo que une a aquellas con el leitmotiv del asesino de la novela.
R.: En mi novela las mujeres son las víctimas, por su misma condición de orientales y su trabajo como prostitutas que les hace correr riesgos extraordinarios, y el asesino las desprecia por ese doble motivo. Vimos como Samuel Little asesinó sin dificultad a noventa mujeres y que la policía no hizo gran cosa para detenerlo porque casi todas eran prostitutas. Las mujeres, en toda guerra, son víctimas de una violencia específica que es la violación y que se da, como los asesinatos de civiles, por la impunidad con que se cometen. Las vietnamitas de mi novela son violadas, además de asesinadas. La violación, lo hemos visto en los conflictos de los Balcanes, se utilizó como arma de guerra, y ya lo hacía el general Queipo de Llano, en la Guerra Civil española, animando a sus soldados a violar a las mujeres republicanas. En barbarie podemos equipararnos a los guerreros de antaño que violaban, saqueaban y asesinaban.
»Pero las mujeres, en los conflictos armados, también son las madres de esos soldados enviados a morir o a matar, y ellas pueden ser determinantes para detener la barbarie. Fijémonos en lo determinantes que fueron las Abuelas de Plaza de Mayo para que se juzgara a los genocidas argentinos y se restituyeran los hijos robados a sus familiares. Miramos la guerra de Vietnam desde el prisma de los estadounidenses olvidándonos de las víctimas vietnamitas de ambos bandos, tres millones. Estados Unidos en Vietnam cometió un sinfín de crímenes de guerra con sus bombardeos masivos e indiscriminados con napalm y la utilización del gas naranja cuya consecuencia fue que durante decenios nacieran quinientos mil niños con unas deformaciones espantosas, y no pagó ningún precio por ello, como no lo pagó al invadir y destruir Irak. Cero sanciones. No hay manera de poner freno a la impunidad con que se cometen delitos de lesa humanidad en todas las guerras. Los condenados por el Tribunal de La Haya son anécdota, que bienvenida sea: permitió encerrar de por vida a genocidas serbios, pero no lo reconocen ni Estados Unidos ni Rusia ni China. El mayor crimen de la historia de la humanidad fue cometido por la Alemania hitleriana a mediados del pasado siglo, empeñada en exterminar a toda una etnia, a los judíos, pero también a los gitanos de los que con frecuencia nos olvidamos. He vuelto a leer estos días a Primo Levi y recomiendo que se le relea una y otra vez porque sus escritos no tienen desperdicio. Ahora son los rusos los criminales sin entrañas que han invadido un país soberano, pero antes fueron los norteamericanos. Y el ciclo es infernal.
José Luis Muñoz (Salamanca, 1951) es articulista, crítico cinematográfico y literario y activista cultural. Como novelista está considerado como uno de los puntales del género negro en España desde que publicó en la mítica colección Etiqueta Negra y participó en la primera Semana Negra de Gijón. De entre sus más de cincuenta libros publicados destacan: Barcelona negra, El mal absoluto, Mala hierba, El rastro del lobo, Cazadores en la nieve, El viaje infinito, Pubis de vello rojo, El centro del mundo, Malditos amores o La muerte del impostor. A largo de su trayectoria literaria ha obtenido, entre otros, los premios Tigre Juan, Azorín, La Sonrisa Vertical, Café Gijón, Ignacio Aldecoa, Francisco García Pavón, Camilo José Cela y Carmen Martín Gaite. Dirige las colecciones La Orilla Negra y Sed de Mal.
La colina del Telégrafo. José Luis Muñoz. Distrito 93
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