Nos concede una entrevista José Luis Muñoz (Salamanca, 1951), uno de los veteranos de la novela negra española y un activista cultural volcado en la creación de festivales literarios. Con más de cuarenta libros en su haber («Mala hierba», «La Frontera Sur», «Cazadores en la nieve», «El hijo del diablo», «El rastro del lobo», entre otros), encuadrados en diversos géneros, ha sido galardonado con los premios Azorín, Tigre Juan, Café Gijón, La Sonrisa Vertical, Camilo José Cela e Ignacio Aldecoa, entre otros. Escribe sobre cine, literatura y temas sociales en diversos medios y es además un apasionado viajero.
Ha publicado recientemente ‘La manzana helada’ (Bohodón ediciones) por la que le preguntamos.
Vemos en esta crónica novelada que el cine está muy presente. Blade Runner, Taxi Driver, King Kong, Reborn, El padrino, Gansters of New York, por mencionar solo algunos títulos. De hecho leemos que la ciudad acoge al año unos 40.000 rodajes. Para Martin Eden, Nueva York es eso ‘un gigantesco plató de cine’, también menciona que ‘hay pocos rincones que no hayan sido filmados y uno no reconozca’. Háblenos del cine desde los ojos de Martin Eden y desde los suyos, como escritor.
El cine me ha marcado tanto como la literatura. Las dos artes narrativas me permitían huir de un mundo que no entendía y que no sigo entendiendo, y por eso escribo, para entender el mundo y para entenderme a mí mismo. Mi vinculación con el cine arranca a muy tierna edad y de esa adicción es culpable mi hermana mayor. Siendo un crío de muy pocos años, seis, ella hacía novillos en el colegio, con mi complicidad, y así empecé a habituarme al cine en las salas de programación doble del barrio de Gracia de Barcelona en vez de estar en el colegio, pero las películas, algunas, son también muy instructivas. Nueva York, efectivamente, es una ciudad que no te sorprende porque llegas a ella conociéndola. Todo te es muy familiar porque lo has visto en mil películas anteriormente. En mis anteriores viajes había visto el Nueva York amable de “Descalzos por el parque”, una maravillosa comedia romántica interpretada por Jane Fonda y Robert Redford, cuando los dos eran insultantemente jóvenes, pero en este tercer viaje invernal me he topado con una Nueva York desconocida, dura y gélida, lejos de los amables estereotipos turísticos, la de “Midnight cowboy”. Es por ello que “La manzana helada” está contaminada por mi pasión cinematográfica porque recorría la ciudad con mi alter ego Martin Eden reconociendo cada esquina de Manhattan o Brooklyn.
‘Nueva York es literaria’ leemos también en La manzana helada ‘como lo son casi todos los espacios de Estados Unidos que conoce Martin Eden.’ Aprovecho esa reflexión para preguntarle por la fascinación de muchos escritores de este lado del charco por los Estados Unidos en general y por la ciudad que nunca duerme en particular. No son pocos los escritores patrios que a lo largo de la historia se han sentido atraídos por Nueva York. ¿Cómo fue en su caso esa llamada? ¿Qué impresiones tuvo en su primer viaje como escritor?
Federico García Lorca, sin ir más lejos, y su “Poeta en Nueva York”. Nueva York está considerada la capital del mundo. Hace muchos años escribí un reportaje para una revista de viajes, Traveller, y la calificaba como “todas las ciudades del mundo en una”, porque tiene de todas: hay la Nueva York italiana, china, polaca, judía… Nueva York es tan literaria como cinematográfica. Uno no puede pasar por la joyería Tiffany’s y no pensar en “Desayuno con diamantes” de Truman Capote; o pasear por el destartalado parque de atracciones de Coney Island y por su playa, que estaba cubierta de nieve cuando Martin Eden y Marc Emmerich pasearon por ella, y no pensar en las magistrales novelas “Ultima salida a Brooklyn” o “Réquiem por un sueño” de Hubert Selby, un autor de Brooklyn que nunca me cansaré en reivindicar. Nueva York es también el territorio de uno de mis iconos literarios: Paul Auster. La nómina de grandes escritores neoyorquinos es inabarcable, desde Walt Whitman a Tom Wolfe, Salinger, Pynchon, Melville. Es una ciudad extraordinariamente literaria porque es una ciudad viva, que tiene historia, que es un punto y aparte entre las ciudades norteamericanas. Siempre digo que hay ciudades literarias, que son susceptibles de convertirse en personajes de un libro, y otras no. Nueva York es, sin duda, la ciudad más literaria que conozco; paseando por sus calles, bajando a sus catacumbas culturales, recorriendo sus museos, me asaltan un sinfín de historias. Y, sobre todo, el muestrario humano tan rico y variado que uno encuentra por la calle. Me gusta mucho hacer fotografías, robar primeros planos de gente con mi teleobjetivo para luego trabajarlos literariamente, y en Nueva York encuentro un sinfín de personajes. “La manzana helada” es mi primer libro sobre Nueva York, pero tengo in mente otro y hasta el título, “La vida oculta de los neoyorquinos”, una serie de retratos de gente de la calle sobre los que invento sus vidas y circunstancias para construir un gran calidoscopio neoyorquino.
Pero más allá de la ciudad, de esos edificios gigantescos que hacen que el elemento humano, entre rascacielos, resulte insignificante (como bien apunta el protagonista), están los neoyorquinos. Parecen tan diferentes a los españoles. ‘Casi nunca pasea porque su tiempo es oro para otros, y tienen prisa’. Por no hablar de que no hay una cultura de la comida como aquí. El neoyorquino ‘va comiendo sobre la marcha porque no tiene tiempo de saborearlo’. Puesto que ha estado varias veces en Nueva York, ¿qué atractivos tiene la ciudad para quienes gustan del estilo de vida europeo, mediterráneo?
Llegamos al meollo de la cuestión. Nueva York es fascinante como escenario, como centro cultural al que todo artista, si tiene el deseo de triunfar internacionalmente, tiene que ir para que su obra sea difundida, pero luego está la forma de ser, el acervo norteamericano, aunque Nueva York, como San Francisco, y quizá Chicago, que no conozco, pasen por ser las ciudades más europeas de Estados Unidos. Nueva York es como una enorme colmena y los neoyorquinos son como abejas enloquecidas que siempre tengan prisa por llegar a algún sitio. Nadie pasea, o casi nadie. Hacen footing, sí, por prescripción de su entrenador personal, disciplinadamente. Todo el mundo parece ir pendiente de su reloj. Se palpa esa obsesión por el trabajo, la productividad, que relega pequeños placeres, como una buena comida, una charla con amigos alrededor de una botella de vino, a escenarios sofisticados y europeizantes de películas de Woody Allen. Comen cualquier cosa, para apagar el apetito, mientras caminan o conducen, y al final uno acaba contagiándose de esos malos hábitos. Mi buen amigo Bigas Luna, que rodó una película en Estados Unidos, “Reborn”, con Dennis Hopper, me decía que un mediterráneo como él no podía vivir en una sociedad tan alejada de lo epicúreo como la norteamericana que consagra su vida al trabajo, la productividad y que equipara el triunfo personal a lo económico. El gran dios de la sociedad norteamericana es el negocio. Todo se mide con parámetros económicos. La ciudad sólo se paralizó en una ocasión, con el Gran Apagón, y aquello fue un milagro. Aunque me guste mucho Nueva York, de paso o quizá por una temporada, difícilmente podría vivir en ella, por la forma de vida, por la gastronomía, sencillamente detestable a no ser que decidas gastarte una fortuna e ir a un restaurante exclusivo de la Quinta Avenida, y luego está esa incomunicación que reina en las grandes urbes y que en Nueva York es aún más palpable y que reflejo en más de un pasaje del libro.
‘La manzana helada’, de José Luis Muñoz. Bohodón Ediciones. 978-84-17198-02-2