El Ballo in Maschera es una de aquellas óperas que sirven para crear a futuros operópatas: una historia universal y una música que entra sola. La puesta en escena de Sergio Morabito es correcta, con un buen efoque sobre el drama y una tesis clara. Aunque por desgracia hasta Michelangelo necesitaba mármol de Carrara.
La ópera se centra en un triángulo amoroso y tres traiciones: Riccardo, el gobernador de Boston del siglo XVII, esta enamorado de Amelia, la mujer de su secretario personal y fiel amigo Renato. Riccardo induce a la traición a Amelia, y Renato quiere vengarse por la traición de su mujer y su amigo. Morabito se centra en tres temas universales: una pasión, un amor imposible ( correspondido) y una traición, invitando al espectador a reflexionar: ¿ si se traiciona a la pareja por amor, se traiciona el auténtico amor?
Morabito traduce, más que interpretar, la ópera original, y traduttore, traditore… El Boston del siglo XVII es aquí un hotel de provincias en los años cincuenta, el «The Arvedson – Palace Hotel”; Riccardo, es el director del mismo; Renato, el subdirector; la corte, los inquilinos y el servicio, y así cada uno de los elementos se va traduciendo en el gran hall del hotel donde transcurre toda la acción. Los tres actos suceden en el mismo espacio, y solo con elementos lumínicos, y atrezo móbil, se crean los diferentes espacios escénicos. Se debe destacar la elegancia con que Morabito, hace los cambios vistos de escena.
Morabito resuelve sin problemas el primer y el tercer acto, pues es un director de escena que sabe crear la ilusión del teatro: el coro y los figurantes trasladan al espectador en un hotel, y sucede esta extraña magia del teatro, donde los movimientos marcados y mil veces ensayados, parecen naturales e improvisados. El problema, reside en las traducciones literales, o las remarcas innecesarias de elementos del guión original.
Por ejemplo en el primer acto, Ulrica, la vidente interpretada con soltura por Martina Prudenskaya, es aquí una mujer de la limpieza ciega y la idea es perfectamente coherente en la puesta en escena. Nada que decir en contra. Pero de golpe, una traducción literal expulsa casi como un rompimiento Brechtiano al espectador: La vidente no tienen ninguna bola de cristal, sino una enorme llave de hotel que empieza a flotar torpemente por el escenario. ¿Porque este refuerzo del todo innecesario?
Así mismo en el segundo acto donde se citan Riccardo y Amelia, en la ópera original sucede en el patíbulo del palacio. Morabito, astutamente traslada la escena en el hall del Hotel en penumbra cuando todos los inquilinos están retirados a sus habitaciones. La idea funciona a la perfección. Pero Morabito cuelga del techo a una mujer de la limpieza, ¿ porque? ¿Es el hall de un hotel de noche, o es un patíbulo? ¿Es que en el The Arvedson las mujeres de la limpieza se cuelgan por doquier, y no da tiempo de descolgar a las suicidas?
El otro problema que tiene la puesta en escena, quizá no sea responsabilidad de Morabito, pues demuestra ser en muchas ocasiones un buen director de actores: con el correcto gesto, la intensidad idonea y la intención correcta. Pero ciertamente, se necesitan actores para ser dirigidos. Riccardo, el tenor Kamen Chanev, es mejorable desde todos los puntos de vista interpretativos, y el hecho se agrava por la inexistente química entre él y Amelia, la soprano Norma Fantini, que sí sabe expresar el dilema moral que la corroe con Renato, correctamente interpretado por el barítono Alfredo Daza. Por último la presencia del hijo de Amelia y Renato, estropea el primer cuadro del tercer acto. Ya lo dijo Hitchcock, con niños y animales es mejor no trabajar…
El espectador sale reflexionando sobre las tesis de Morabito: el amor en sus diversas formas y la traición en sus diversas expresiones. Pero también sale reflexionando si estamos enfrente un enorme miscasting con dos protagonistas con menos química que Paul Newman y Julie Andrews en Cortina rasgada, y un extraño e incomprensible homenaje al rompimiento Brechtiano.
No se puede terminar esta crónica, sin remarcar específicamente, el talento de la joven soprano de veintiséis años Valentina Naforniţa, que con el pequeñísimo papel de Oscar, demuestra su increíble energía escénica eclipsando a los protagonistas en escena, coro y todos los figurantes. Habrá que seguir de cerca a la soprano rumana.
Por Le chevalier des Grieux, colaborador especial de LaGonzo.