En estos días de quedarnos en casa propongo una lectura de viajes y a la vez novelada. Una obra titulada “El viaje infinito” (Bohodón) del escritor, viajero, articulista, crítico literario y cinematográfico y activista cultural José Luis Muñoz. No es la primera vez que le leemos en La Gonzo Magazine, pero esta es especial, pues este libro es el número 50 en su carrera literaria. Con mi enhorabuena personal, comparto esta entrevista que me concedió estos días… sin salir de casa.
Este libro 50 parece rendir homenaje a los viajes y a la literatura. Imagino que a los primeros llevando a los personajes a distintos puntos del planeta (lo vemos en los títulos de los capítulos). Y a la literatura, quizá, como tributo a obras que ha leído y/o le han marcado. Aparecen así no solo Delibes, Dickens, William S. Maugham o Thomas Mann. También autores de obras de aventuras como Zane Grey, Enid Blyton, Jack London o Joseph Conrad. ¿Es así?
En efecto. Es un libro que está muy marcado por todos mis referentes literarios, por todas esas lecturas que me han forjado a mí como escritor. Parafraseo a Borges diciendo que estoy más orgulloso de mis lecturas que de mis escritos. El escritor se forja a través de las lecturas, son su alimento para crecer literariamente, y las que hace en su juventud son fundamentales. Entre los 14 y los 18 años prácticamente me leí toda la literatura universal. Mi padre atesoraba una biblioteca excepcional con miles de libros, algunos de los cuales heredé. Mi educación literaria fue variopinta, con esas deliciosas novelas de Enid Blyton, rematadamente cursis, de las que pasé luego a Jack London, Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Herman Melville o Joseph Conrad para luego empaparme de toda la literatura rusa, francesa y norteamericana sin descuidar a los clásicos. Me leí todos los dramas de Sófocles, Esquilo y Eurípides, todo Shakespeare, que es fundamental, y todo ese alimento literario ha dejado un poso en mí que seguramente me ha influido a la hora de escribir.
El cine aparece en esta novela como, nuevamente, ya hemos comprobado los lectores de sus anteriores novelas. Desde el parecido a Gary Cooper del padre del protagonista a las menciones por ejemplo a Edgar G. Robinson, Anne Bancroft o a Esperanza Roy. ¿Le pasa como a Roberto Luis, que llega a afirmar que le gusta tanto el cine como los libros?
El cine es otra de las grandes artes narrativas. Siempre me fascinó, por supuesto. Tengo una educación cinéfila de cine de barrio, en Gracia, barrio de Barcelona en donde crecí y considero mi patria. Había entonces un sinfín de cines de programación doble en los que entraba y no salía hasta que literalmente me echaban. Hacía frecuentemente novillos en el colegio porque no era muy buen estudiante. Soñaba con cada una de esas películas como soñaba con los libros que me permitían viajar a lugares lejanos en los que luego he estado. Me gustaba el cine de aventuras, los westerns clásicos, que me siguen entusiasmando, me enamoré de la Anne Bancroft de “El graduado” y sentí una inmensa envidia de Dustin Hoffman, y aprecié la carnalidad de Esperanza Roy, mujer perfecta para una iniciación sexual porque en ella lo maternal y lo erótico se solapaban. Así como era rata de biblioteca, fui espectador compulsivo de Filmoteca. Crecí en una época dura del franquismo que empezaba a permearse de una cierta apertura de mano del ministro Fraga Iribarne. Pasaba tardes enteras en la Filmoteca Nacional, en donde pasaban películas que no circulaban por los cines de barrio, en las salas de Arte y Ensayo, los pases casi clandestinos del Instituto Francés, de los que me enteraba por mi padre, y las excursiones cinéfilas a Andorra y Perpiñán en donde sufría maratones de doce horas ininterrumpidas de proyecciones. Mi generación estaba empapada por el cine y por esa razón adoro una película de Bernardo Bertolucci llamada “Soñadores” que refleja a la perfección esa pulsión cinéfila. El cine negro norteamericano me llevó luego a la literatura negra de ese país, no al revés. Además, mi literatura es muy visual, cada libro mío podría ser perfectamente una película.
“Lo maravilloso de la literatura, o del cine, cuando son buenos los libros o las películas, es que consiguen trasladarte (…)”, leemos en un pasaje de su novela. Recomiéndenos uno de esos libros y una de esas películas más allá de las que como lectores encontraremos en “El viaje infinito”.
Hay una larga lista de películas que te trasladan a horizontes lejanos y que recomendaría. A bote pronto, se me ocurre “Las aventuras de Jeremiah Johnson”, un western extraordinario de Sidney Pollack interpretado por un joven y barbudo Robert Redford. Me identifico mucho con ese personaje solitario imbricado en una naturaleza salvaje, y no es casualidad en mi caso que viva relativamente aislado en un territorio parecido que es el Valle de Arán, en la vertiente norte del Pirineo. De libros que me hicieron soñar, que dejaron una huella indeleble en mí, aparte de los clásicos, citaría “Colmillo blanco” de Jack London, que leí a los doce años en Novelas y Cuentos, una revista por entregas que cada semana publicaba un capítulo de la novela y que mi padre tenía encuadernado como una curiosidad. Desde que lo leí soñé con visitar ese norte salvaje de América, las frías tierras de Canadá y Alaska, y hace cuatro años cumplí ese sueño.
Y si desde el título ya se vislumbra la importancia de los viajes en este “El viaje infinito”, algunos escenarios tienen más peso que otros. Uno por ejemplo es Singapur, aunque otro ineludible es Granada. De esta Roberto Luis que estuvo a punto de considerarla en su juventud una ciudad maldita. Como viajero, ¿también ha tenido algún destino esquivo, algún lugar fetiche al que ha querido volver o espera hacerlo algún día para poner acaso un broche emocional o literario?
Granada, que tiene un peso específico en el libro y en la vida sentimental del protagonista, es, en efecto, una ciudad esquiva, y lo sé porque pasé cuatro años de mi vida viviendo allí antes de reubicarme en el Valle de Arán. Tiene zonas sencillamente extraordinarias, de una belleza sublime, como el Albaicín, en donde solía perderme, o Sacromonte, poesía urbana me atrevería a decir, frente a otras detestables. La ciudad me producía un extraño sentimiento de fascinación y aversión al mismo tiempo. Sigo teniendo amigos en la ciudad, pero muchos más dejaron de serlo. En Singapur el protagonista se reencuentra con los relatos de William Somerset Maugham. Mi destino pendiente es precisamente el que Roberto Luis encuentra al final de su novela, un viaje que espero hacer: los Mares del Sur. El problema, por desgracia, es que por culpa de esa carcoma que es el turismo los paraísos ya solo son mentales, la globalización se está cargando la diversidad salvo en India, un país aparte y fascinante al que dedico unas cuantas páginas de la novela, pero para mí el país más bello que he conocido es Birmania, y ahí está esa foto del puente de U Bein que tomé y es portada del libro.
El viaje infinito. José Luis Muñoz. Bohodón ediciones.
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